viernes, 3 de marzo de 2017

Los amores invisibles de Olga Alamán



Es cada vez más habitual, tanto en cine como en teatro, que los actores crucen al otro lado y se pongan al timón de un proyecto. Acaba de hacerlo Eduardo Casanova, el mítico Fidel en la serie Aída, con la película Pieles o Raúl Arévalo (Gordos, La isla mínima) con la gran triunfadora de los Goya de este año, Tarde para la ira.
No podía ser menos el caso de Olga Alamán (Gran Hotel, Amar en tiempos revueltos) que ha entrado pisando fuerte en el mundo de la dirección teatral con la obra de microteatro La chica Almorrana. Su corta duración -en torno a los veinte minutos- no es inconveniente alguno para que el escenario se convierta en una batalla campal interpretativa. De hecho, el texto parece ser un regalo de la directora a sus actores reuniendo todo lo que a ella le gustaría que le regalaran cuando está sobre las tablas.
Adrián Expósito (Los amigos raros, 2 francos, 40 pesetas) y Sandra Martín (El secreto de Puente Viejo) comienzan con la típica historia en una discoteca –cualquier excusa es buena para que suene Raffaella Carrá- de “chico conoce a chica” y que, como en todos estos argumentos, la chica pasa del chico. El tema se pone interesante cuando ambos descubren que tienen algo en común: son invisibles al resto del mundo, solo se manifiestan cuando ellos quieren y a quien quieren. Esto incluye la posibilidad de desaparecer el uno del otro cuando la conversación se pone tensa –imperdible la escena de él colándose dentro del baño sin que ella lo vea-.
Con un argumento tan disparatado como este, Alamán se sirve de una escenografía mínima -un cigarro y dos taburetes- y una iluminación sobria pero eficaz -los recursos técnicos de la sala tampoco dan para más- para crear una historia de soledad, conquistas etílicas y miedos, ahondando en dos personajes que siente la diferencia literalmente de forma física.
El disfrute de esta obra, como todo producto exclusivo, es limitado: ya tuvo su puesta en largo durante los tres primeros miércoles del mes de Febrero y, para suerte de los que se quedaron con las ganas, vuelve este martes 7 de Marzo en La escalera de Jacob (Lavapiés, 9).
Además, como habitualmente se hace en esta sala, al finalizar podrás tomarte una cerveza con la directora y debatir con ella cualquier aspecto de la función. Por ejemplo, sobre su buen gusto musical al cerrar con un tema de Astrud.

domingo, 5 de febrero de 2017

Hacedores de reflejos

No me gusta escribir. Es uno de los oficios más crueles del mundo. Encadenar palabras, frases, párrafos y páginas enteras para imitar a la vida. Ser escritor es como trabajar en reflejos en el agua: se hace proyectando la realidad y nunca se puede dejar de creer en esa imitación como algo real. La incapacidad de girarme hacia ella y mirarla cara a cara es lo que me obliga a construir una libre interpretación entre los espacios de la estructura rígida del lenguaje. Es como mirar al sol a través de un negativo fotográfico, evita dejarme ciego. 
De forma casi autómata no puedo parar, día tras día, de construir reflejos. Será para montar un castillo de naipes que se convierta en el testamento de alguien que, por puro narcisismo, intenta pasar a la inmortalidad del papel escrito. Los he creado de casi todo lo que me ha sido posible. Por ejemplo, he moldeado una amplia gama de los olores de mi infancia: el que conformaba la mezcla de incienso y perfume de las vecinas en misa de los domingos, las cuales, justo después de santiguarse ante el altar, se apilaban unas junto a otras en diversas posturas penitentes: unas de pie, otras arrodilladas. Percibo también, con mucha más fuerza que cualquier olor de esta gran ciudad, el aroma del pueblo en plena matanza: la lumbre recién encendida, el hedor de la carne cruda y el tufo avinagrado de las tripas de vaca. No me ha sido posible despegar estos aromas del sonido –el gruñido agudo de la muerte- de los cerdos al morir ni del trasiego vertiginoso de las vecinas buscando su lugar dentro de aquel rito carnicero.
Qué difícil me sería sin los reflejos volver a vivir aquella tarde de verano donde la orografía de un cuerpo ajeno, que llegué a sentir por primera vez como propio, acabó en confabulación con el alboroto de los pájaros al otro lado de la ventana y se prodigó como verdad salvadora. 
Dirán, quizá por todo esto, que la escritura es una cosa de soñadores, que es difícil que la literatura pueda sustituir el susurro de tu nombre en una boca deseada o el dolor de un ser querido cuando se va. También dirán que es imposible que la escritura pueda mitigar el pánico de la visita –tantas y tantas noches- al oscuro pozo de la duda existencial; que ni siquiera puede acercarse al hecho rutinario de ver pasar los árboles a través de la ventanilla de un tren. Porque la vida, dirán, es mucho mejor que la escritura. Pero yo diría que como un cancerbero bicéfalo una no existe sin la otra. Y este, ni más ni menos, es el motivo por el que no me gusta escribir: por la enorme responsabilidad que tenemos de seguir haciéndolo de espaldas a una realidad que sin hacedores de reflejo, no existiría. Y no existiría por un único motivo: porque lo que no se refleja no existe. 

lunes, 1 de agosto de 2016

Astenia sentimental

Es difícil reconocer cuando uno sufre astenia sentimental. La astenia sentimental es una falta total y absoluta de ganas de enamorarse. O más bien, una falta de sobrellevar todo lo que ello conlleva. Cuando sientes nostalgia de unos sentimientos que muy probablemente ni siquiera fueron como los recordamos.
Es curioso como dejamos macerar los sentimientos para poder convertirlos en algo medianamente potable y así poder echarlos de menos. En el presente se ve inalcanzable, imposible de volver a vivir. Personas a las que se acaba aborreciendo, con el paso del tiempo vuelven para construir un pasado perfecto, lleno de películas bajo la manta y comida a domicilio.
¿Por qué somos tan estúpidos? ¿Por qué grabamos en nuestra memoria recuerdos que nunca ocurrieron cuando ni siquiera somos capaces de construir un presente de verdad? La melancolía es una droga, una droga que engancha. Parece mucho más fácil pensar en lo que hicimos mal, en lo que falló, en lo que pudo ser pero no fue antes que actuar de forma correcta en el presente. Atemorizados nos encontramos, encerrados en nuestros recuerdos de juventud, de locuras, de cuando molábamos. Cuando íbamos rompiendo corazones y viviendo intensas aventuras de amor dignas de película.
Pero, ¿todo eso es real? ¿Todo lo hemos vivido? ¿O quizá somos demasiado vulnerables y no queremos reconocer que nuestro pasado, cuando era presente, solo aspiraba a un pasado anterior, obviando un futuro, que ahora es presente y que se nos escapa de las manos hablando en pretérito?
¿Qué tan malo tiene el presente que lo dejamos deslizarse entre el pasado y el futuro? Desear, desear y desear. Trabajar para el futuro, vivir para el futuro, cuidarse para el futuro. Deseo, deseo, deseo. El presente es fugaz, tan liviano que parece que no importa. En cada parpadeo se nos escapa de las manos, se torna en pasado y el futuro asoma todas las noches en la cama cuando planificamos lo que vamos a hacer al día siguiente.
El presente es imposible de atrapar, por eso se nos antoja tan anodino. ¿Para qué hacer nada? Ya construiremos un bonito recuerdo de todos los momentos que hemos pasado pensando en el futuro. El hermano mediano del tiempo, nunca será el primero, pero tampoco será el último; bailando en un limbo en el que pasan de largo ante nuestros ojos todas las oportunidades, amores y programas del corazón que podamos aguantar.
Si el presente es así, lo que al menos podemos esperar de él es que nos deje sentarnos a construir nuestra vida moldeando los recuerdos de un presente caduco para construirnos una realidad sobre la que puedan escribir nuestro epitafio. Si el pasado lo construimos y el futuro lo imaginamos, ¿qué margen nos queda para percibir una realidad que se antoje real? Nunca sabremos lo que será, vivimos en una realidad virtual constante en la que fabricamos nuestras percepciones y sentimientos.
Quizá esa astenia sentimental sea nuestro estado natural. Si estamos en pareja, pensaremos que podemos aspirar a algo mejor, pensando un futuro ideal; si estamos solteros la astenia sentimental se presenta cuando vivimos intensamente el pasado y hacemos caso omiso al futuro. El arduo trabajo de procesar sentimientos pasados son una forma de agotarnos.
Cuando nos sentemos a enjuiciar el pasado y a evaluarlo de una forma objetiva, nos daremos cuenta que no era tan maravilloso eso que fue, que el presente lo podemos atrapar entre parpadeo y parpadeo y que el futuro está para reírnos de él, ya que nos costará muchos años, una vez se haya convertido en pasado, procesarlo y saber lo que fue en realidad.
Cuando nos eche humo la cabeza, pero todas las piezas hayan encajado podremos decir a boca llena que tenemos astenia sentimental. O que hemos madurado, como se suele decir en otros círculos.

sábado, 25 de junio de 2016

Cuando la obsesión supera a la lógica. Crónica de una supervivencia

Hace unos días estuve en la filmoteca de Madrid. Hacían un pase de una película biográfica sobre el último año del poeta, escritor, director y ensayista Pasolini. La atracción que he sentido por este personaje siempre ha sido obsesiva y era natural que allá fuera a solas, como se deben disfrutar estas cosas, pero lo que no sabía es que me iba a encontrar de lleno con una clase magistral sobre el amor al cine, a la reivindicación, al arte y a la lucha por la perduración.
La proyección contaba con la presencia de su director venido desde Italia, Federico Bruno. No solo proyectaban Pasolini. La verdad oculta, habían programado una retrospectiva de gran parte de su obra durante el mes de junio.
La película no se metió en los terrenos pantanosos de los gustos sexuales, vicios y demás cosas que ya nos han contado demasiado, nos hablaba del artista Pasolini, de su capacidad por tocar todos los palos de la expresión artística y ser capaz de crear, reivindicar y alzar su voz más allá del soporte sobre el que lo hiciera. Una forma muy acertada de rescatar un personaje que ha sido enterrado de la historia de Italia por su discurso incómodo, su trágico final y sus filias sexuales. A la altura de Visconti, Fellini, De Sica y otros artistas neorrealistas, Pasolini ha quedado relegado a los cuatro raros que lo reivindicamos y que nos preocupamos de leer su mensaje cruzando la línea más allá de las imágenes impactantes de 120 días en Sodoma o su retrato erótico-festivo de su adaptación de Los cuentos de Canterbury. Es triste ver como el discurso que lanza queda a merced del escándalo de la recepción visual, sin que el espectador se atreva a darle la oportunidad a escuchar todo lo que nos grita en cada escena de sus obras.
Pero más allá de lo que redescubrí de este artista todoterreno, quedé sobrecogido por la verdad con la que el director se nos presentó, a él y a su película. Federico Bruno es un director que no le tiene miedo a nada, o al menos eso nos trasmitió. Tuvo que vender una casa para poder financiar esta película cuando todas las fuentes de financiación le dieron la espalda, y siguió adelante. Su obra no ha sido exhibida en salas comerciales, ni siquiera en televisión, solo dos filmotecas, una de su país y la de Madrid, le han dado la oportunidad de poder exhibirla. Ninguna de sus películas, trece ya, han tenido un respaldo en su país; tal y como él dijo en clave de humor tiene el récord guiness en invisibilidad.
Este panorama, que el nos contaba sin aparente preocupación, me devolvió la fe en el arte, en el cine y en las personas creadoras que lo hacen como responsabilidad social con su entorno y como creencia absoluta en lo que hacen, más allá del dinero. Artistas puros, que son capaces de dejarlo todo por entregarse a su vocación y a lo que consideran como su obligación en esta vida.
Verlo ahí parado, hablando con los ojos brillantes y emocionados, fue algo que me traspasó, me presentó a un hombre con una visión del arte absolutamente idealista y preocupado por desarrollarlo de esa forma.
Ojalá hubiera muchos más Federicos Brunos en el mundo, que la vocación los poseyera de tal forma que su única preocupación fuera encontrar el dinero para rodar su siguiente película, no para ganarlo. Cuando un artista dice que su finalidad no es tener tener fama, ni encontrar una sala para proyectar, sino hallar un lugar para guardar su obra y que pueda contribuir a la cultura del futuro es el momento de quitarse el sombrero y agachar la cabeza ganándose nuestro respeto para siempre.
Este maravilloso Don Quijote italiano, que no se cansa de luchar contra molinos, cabalgando sin ni siquiera un escudero es lo más cercano a lo que yo me encontrado, y creo que me encontraré en mi vida, a un artista de verdad.
Cuando salí de esa sala de Madrid, me sentí lleno de verdad, con una fe en el arte que ya casi había perdido. Consiguió lo casi imposible, que relegara a Pasolini a un segundo plano por haber quedado cegado de un verdadero superhéroe contemporáneo.
Yo que solo iba para ver si descubría algo nuevo del poeta, escritor, director y ensayista.

Y la realidad superó las expectativas.

domingo, 5 de junio de 2016

Polvo somos

Polvo somos y en polvo nos convertiremos.
La vida y la muerte se abrazan, convergen en el mundo para llorar a sus muertos.
Cuerpos dormidos, carne inerte bajo la tierra que los vio nacer. La muerte se pasea entre los recovecos de ciudades donde el silencio molesta.
Nos observan, cargan sobre nuestras espaldas sus gemidos de desesperación, extinguiéndose en la oscuridad del vacío, pidiendo terminar lo que dejaron sin hacer.
Cementerios, último aliento de recibimiento, morada de almas perdidas, cárcel de almas inocentes. Todas en el mismo sitio, pudriéndose en el mismo lugar.
La longevidad del olvido, lápidas secas ansiosas de lágrimas que les recuerden lo que era la vida.
Vírgenes que observan desde su divinidad mundana. Caricias frías de mármol y piedra que observan los gemidos de niños, mayores y ancianos desesperados, ansiosos por encontrar una respuesta que nunca llega mientras sus cuerpos se descomponen. Preguntan a ángeles que se erosionan sin saber qué contestar.
No recuerdan nada, no saben nada. Su amor, sus temores, sus odios, todo se esfuma.
Se libran guerras, guerras del fin del mundo y nadie llora. Los soldados están durmiendo y nadie sabe que hacer, nadie está a salvo. Nunca se escapan, siempre los atrapa.
Puñados de polvo que alimenta el dolor de una tierra que no deja de gritar y con ella todos los repudiados, los olvidados, los que duermen como vivieron.
En su parcela, en su infinita morada de un metro cuadrado recuerdan todo lo que rechazaron en esta vida esperando encontrar en la siguiente.
Oscuridad, negrura, el espesor de una noche que dura para siempre.
Pasado, presente y futuro, todo se resumen en un solo tiempo: jamás. El jamás de las cosas que quedaron sin terminar, que les recuerda que el tiempo solo tiene una dirección; palabra pegada a carne, pellejo y huesos, incluso después de ser convertidos en polvo.
El vacío de dejar de ser lo que ya no se volverá a ser jamás.
La energía reclama lo que es suyo.
Somos uno y tarde o temprano tendremos que volver a la unidad que desde el momento que nacemos nos reclama desde la oscuridad de la nada.

domingo, 22 de mayo de 2016

La importancia de lo imposible

Es difícil pensar en las cosas imposibles, quizá porque nunca van a suceder; o porque por mucho que las imagines sabes que no llegarán.
Imposible es mirar unos ojos y sentir como en lo más profundo de ellos encuentras algo familiar; imposible es tener algo en tu cabeza que se hace realidad; imposible es reconocerte en cada gesto y pensamiento de la persona que tienes enfrente, en el reflejo de una mirada; encontrarte en el mismo lugar con alguien que te estaba esperando desde hace mucho tiempo, el mismo que has estado esperando tú. Sentir algo ilógico y que sea lo más lógico que has sentido nunca, ver como pasado y futuro se unen en el presente; sin preocupaciones porque sabes que todo va a salir bien, y aún saliendo mal sabrás que habrá valido la pena. Sin pensar, solo disfrutar. 
Replegar las velas y sentarte a contemplar todo lo que la vida no se ha prestado a dejarte ver hasta ese día. Ver un mar calmado, deseoso de ser navegado y descubrir que todo está en armonía, que todo está bien, que no puede haber nada que te pueda preocupar.
El calor de un cuerpo, la templanza de dos almas que se encuentran en la casualidad de una noche y que deciden que nunca más podrán separarse, dos personas que se encuentran cuando en realidad se han estado buscando toda la vida.
Qué imposible es pensar que esto puede llegar a pasar y qué importante es confiar en que algún día pasará. Creer en lo imposible es lo que nos hace humanos y nos empuja a levantarnos cada día para cumplir con nuestra rutina.
Como todo lo imposible, cuando se piensa posible, desaparece, pierde su encanto y deja de ser nuestro leit motiv. Dentro de su propia naturaleza lo imposible no es posible de alcanzar porque pasaría a formar parte de este mundo rutinario del que tanto necesitamos huir. No nos sintamos obligados a buscar lo imposible porque en cuanto lo alcancemos se esfumará. Sigamos soñando todas las noches en la cama, levantándonos pensando en ello, pero por Dios, no lo hagamos realidad. Necesitamos vivir de utopías para huir de las banalidades que nos atacan en este mundo nuestro.
Pero lo más peligroso de hacer posible lo imposible no es la falta de motivación al conseguirlo, sino que una vez traído a ese mundo lo llamaremos amor y ya estaremos perdidos. El amor teje un red alrededor de nosotros que nos envuelve sin soltarnos jamás, haciéndonos unos yonkis de sus efectos y drogodependientes de sus secreciones químicas. En este estado, nos asomaremos a cada instante al mundo de lo imposible para poder arrastrar lo primero que se nos cruce, lo que ni siquiera es digno de intentar hacerlo traspasar la frontera; todo por conseguir nuestra dosis diaria de imposibilidad. Las consecuencias nefastas de jugar a ser alquimistas convirtiendo el plomo en oro.
La imposibilidad de lo imposible está ahí para respetarla. Sentemonos a admirarla, a verla en la distancia, a desearla, sin intentar arrastrarla a este mundo en el que sobran tantas cosas innecesarias. Pero si algún día ella nos elige, nos lo hará saber y cruzará por su propio pie para instalarse de forma definitiva en un lugar donde, aunque no sea su hábitat natural, nos hará sentir como si hubiera estado con nosotros toda la vida.

sábado, 14 de mayo de 2016

Carta abierta a una sociedad heterosexual

Cuando era pequeño siempre pensaba que cuando tuviera esos lejanos 30 años tendría mi familia; una esposa que fuera muy hacendosa y unos hijos a los que ayudaría a hacer los deberes cuando llegara del trabajo. Quiero pensar que todos, cuando somos niños, pensamos en esa estampa como cúlmen de la felicidad terrenal. Nacer, crecer y morir junto a tu compañera de vida dejando un legado en forma de genes; la necesidad de repetir los patrones que vivimos, sin pensar que existe millones de formas más para ser feliz. Ahora, ya rozando los 30, me he dado cuenta que la vida me tenía preparado algo mucho mejor: ser dueño de mi destino.
Soy homosexual. Y aunque no quiera, será la etiqueta que me acompañe siempre en mi relación con esta sociedad heterocentrista. Podría ser cirujano, presidente del gobierno o un asesino en serie, pero la etiqueta siempre estaría presente: cirujano homosexual, presidente homosexual o asesino homosexual. Siempre seré el amigo gay o el compañero de trabajo gay. El vecino gay o el hijo gay. Eso sí, para algunos no pasaré de ser un maricón a secas.
Celebro, y gran parte de la sociedad lo hace, la adquisición de derechos que estamos ganando a lo largo de lo años: el matrimonio, la adopción o la posibilidad de poder expresar nuestro amor en público con el mínimo (en el mejor de los casos) de reproches. Pero si nos paramos a pensar detenidamente lo único que ha cambiado es la forma, pero no el fondo. En una sociedad donde cada vez nos importan menos los demás, la parte buena es que puedes hacer lo que quieras mientras no molestes. Eso nos ha llevado a conquistar unos derechos a base de mucha sangre y sufrimiento para poder igualarnos ante los demás; elegir dormir, y hacer el amor en el mejor de los casos, con quien queremos ya nos coloca en un status más bajo que al resto y tenemos que iniciar una lucha para recuperarlo.
Tenemos constantemente que demostrar que no somos pederastas, ni viciosos, ni gente de mal vivir. La obsesión por ser como el resto nos lleva a exigir a todo el colectivo que se comporte como debería de comportarse una persona normal. Nos vemos obligados a defender diariamente nuestras decisiones y las de nuestro colectivo para poder seguir en la élite social, lo que crea un conflicto interno: marginamos a la persona con pluma, a la que le gusta los cuartos oscuros o a la que ha elegido una vida que no se adapta a las concepciones judeocristianas de nuestra sociedad occidental; todo por demostrar que no somos la amenaza que nuestros detractores intentan demostrar.
Luchamos contra la Iglesia, contra Dios, contra la derecha y, a veces, en momentos de debilidad contra nosotros mismos. Vivimos en una constante guerra en la que tenemos que demostrar, demostrar y demostrar que somos dignos de sentarnos en la mesa del primer mundo.
No todo está ganado. Tenemos que asumir que no somos iguales al resto, que siempre nos acompañará la diferencia, la diferencia de no hacer lo que la sociedad exige. Somos una pieza más de este mundo plurimórfico y no debemos intentar encajar donde no está nuestro hueco. Tenemos que luchar incansablemente por nuestros derechos, pero no para ser iguales sino para ser diferentes en igualdad de condiciones.
Aún así, entre tanta diferencia hay una cosa que nos hace a todos iguales: el amor. Con tanta lucha a veces olvidamos que por lo único que estamos luchando es por amor, por el derecho a decidir a quien amamos y demostrar que eso no tiene género, orientación ni expresión sexual; para que cuando se mire a dos hombres o mujeres cogidos de la mano el resto del mundo se pueda reconocer en esas miradas, esos ojos o esas caricias; y que tantas diferencias que nos separan nos unan en un clónico sentimiento por el querer compartir, follar, discutir y hasta odiar a la persona de la que estamos enamorados.
Ahora, que ya estoy crecidito, me he dado cuenta que el destino me había guardado algo mucho mejor para mi: el poder desarrollarme como persona, sin abrazar estereotipos y sin tener que seguir unos cánones que no a todos les viene bien. Aunque la lucha continúe, tengo que asumir que mi diferencia es lo que me hace ser yo a los ojos de la sociedad. Además, sentirme afortunado por saber que tengo detrás de mi a muchísimos hombres y mujeres que han dado su vida por luchar por los derechos que ahora disfruto  y que pueda pasear de la mano con quien quiera.
Ese orgullo gay del que tanto se habla, entre carrozas y confeti, realmente está vivo cuando los demás lo único que pueden hacer es añadirle la palabra homosexual a cualquier sustantivo que esté relacionado con tu persona; y sobre todo y más importante, cuando con una gran sonrisa pienses: Gracias a los que conseguisteis que todo se reduzca a un adjetivo que nos acompaña en nuestros quehaceres diarios en una sociedad donde la diferencia se paga caro.