La proyección contaba con la
presencia de su director venido desde Italia, Federico Bruno. No solo proyectaban Pasolini. La verdad oculta,
habían programado una retrospectiva de gran parte de su obra durante el mes de
junio.
La película no se metió en los
terrenos pantanosos de los gustos sexuales, vicios y demás cosas que ya nos han
contado demasiado, nos hablaba del artista Pasolini, de su capacidad por tocar
todos los palos de la expresión artística y ser capaz de crear, reivindicar y
alzar su voz más allá del soporte sobre el que lo hiciera. Una forma muy
acertada de rescatar un personaje que ha sido enterrado de la historia de
Italia por su discurso incómodo, su trágico final y sus filias sexuales. A la
altura de Visconti, Fellini, De Sica y otros artistas neorrealistas, Pasolini
ha quedado relegado a los cuatro raros que lo reivindicamos y que nos
preocupamos de leer su mensaje cruzando la línea más allá de las imágenes
impactantes de 120 días en Sodoma o su
retrato erótico-festivo de su adaptación de Los cuentos de
Canterbury. Es triste ver como el discurso
que lanza queda a merced del escándalo de la recepción visual, sin que el
espectador se atreva a darle la oportunidad a escuchar todo lo que nos grita en
cada escena de sus obras.
Pero más allá de lo que
redescubrí de este artista todoterreno, quedé sobrecogido por la verdad con la
que el director se nos presentó, a él y a su película. Federico Bruno es un
director que no le tiene miedo a nada, o al menos eso nos trasmitió. Tuvo que
vender una casa para poder financiar esta película cuando todas las fuentes de
financiación le dieron la espalda, y siguió adelante. Su obra no ha sido exhibida en salas comerciales, ni siquiera en televisión, solo dos filmotecas, una de su
país y la de Madrid, le han dado la oportunidad de poder exhibirla. Ninguna de
sus películas, trece ya, han tenido un respaldo en su país; tal y como él dijo
en clave de humor tiene el récord guiness en invisibilidad.
Este panorama, que el nos contaba
sin aparente preocupación, me devolvió la fe en el arte, en el cine y en las
personas creadoras que lo hacen como responsabilidad social con su entorno y como
creencia absoluta en lo que hacen, más allá del dinero. Artistas puros, que son
capaces de dejarlo todo por entregarse a su vocación y a lo que consideran como
su obligación en esta vida.
Verlo ahí parado, hablando con
los ojos brillantes y emocionados, fue algo que me traspasó, me presentó a un
hombre con una visión del arte absolutamente idealista y preocupado por
desarrollarlo de esa forma.
Ojalá hubiera muchos más
Federicos Brunos en el mundo, que la vocación los poseyera de tal forma que su
única preocupación fuera encontrar el dinero para rodar su siguiente película,
no para ganarlo. Cuando un artista dice que su finalidad no es tener tener fama, ni encontrar una sala para proyectar, sino hallar un lugar para guardar su obra y que pueda contribuir a la cultura del futuro es el momento de quitarse el sombrero y agachar la cabeza ganándose nuestro respeto para siempre.
Este maravilloso Don Quijote
italiano, que no se cansa de luchar contra molinos, cabalgando sin ni siquiera
un escudero es lo más cercano a lo que yo me encontrado, y creo que me
encontraré en mi vida, a un artista de verdad.
Cuando salí de esa sala de
Madrid, me sentí lleno de verdad, con una fe en el arte que ya casi había
perdido. Consiguió lo casi imposible, que relegara a Pasolini a un segundo
plano por haber quedado cegado de un verdadero superhéroe contemporáneo.
Yo que solo iba para ver si
descubría algo nuevo del poeta, escritor, director y ensayista.
Y la realidad superó las
expectativas.